Me
gusta pensar que estoy dormido. Me gusta pensar que estoy encamado
tras un grave accidente y que todo cuanto creo percibir no es más
que el producto de mi mente desquiciada (comatosa?). Me gusta pensar
que cada vez que me miro las manos de ellas salen tentáculos, que
ahora estoy aquí hablando y de repente allá volando, y súbitamente
soy todo lo que mis ojos alcanzan y más súbitamente aún ya no soy,
y solo veo; solo observo.
Me
gusta pensar que no soy culpa mía, que los sueños sueños son y que
nada malo pasa fuera de mi cabeza, que todo es inventado, que mi
cuerpo está dado la vuelta y que mis ojos ven hacia dentro, mi piel
solo siente mis vísceras y mis papilas gustativas solo saborean mi
propia sangre. Me gusta pensar que lo que aprecio como arañazos de
la vida es en verdad el roce de las sábanas, que las voces que oigo
en mi cabeza vienen del mundo real, que el sufrimiento que veo solo
puede tener cabida en mi imaginación. Que las heridas del tiempo son
en realidad malos sueños, que los golpes que padezco solo me quieren
hacer despertar, que lo poco que creo comprender no sea así en
realidad.
Me
gusta pensar que soy mecido por un mar de calma, tan vulnerable como
invencible, a la espera de volver a la vida y comprobar que
efectivamente todo cuanto creía percibir era en verdad un producto
de mi imaginación y solo en esta existe. Entonces, cuando me creo a
punto de despertar, cuando creo que voy a retornar a la realidad y
escapar de mi escabroso sueño, cuando creo que todo va a terminar y
voy a abrazar de nuevo la realidad como un perro famélico un hueso a
medio roer, entonces, me doy cuenta de que
ya
estoy
despierto.
Y
en ese momento,
ya
no quiero pensar.
Y
solo huyo.
Huyo
de ti, de él y de ella, de lo que conozco y de lo que desconozco, de
lo que temo y de lo que aprecio, huyo de todo y de todos, pero sobre
todo y ante todo huyo de mi, y en mi estrepitosa huida no me
reconozco más que donde no me veo, en donde no hay nada, en donde se
añora algo. Y en mi estrepitosa búsqueda, no me encuentro más que
donde no me busco, donde no me ubico, donde no me quiero encontrar.
Me
miro en un espejo por ver si sigo vivo y me encuentro muerto e
inmóvil, hasta que me doy cuenta de que es un cuadro. Le escupo al
cuadro con rabia y al instante me convierto en el hilo de saliva que
une el esputo con mi boca, me vuelvo charco vertical sobre el retrato
y soy el reflejo que este charco proyecta, pero cuando me doy la
vuelta me encuentro solo y cuando me vuelvo a girar me sorprende una
cara anónima escupiéndome sin previo aviso. Intento reaccionar pero
un marco me lo impide. Ahora soy yo el cuadro. Me fijo en quien me
acaba de escupir y veo al retrato de antes ¿Qué has hecho? Le
pregunto, ¿qué ha pasado? Le suplico. Y me contesta:
“Cuántas
veces para liberar una parte de ti precisas perderle el respeto. Tu
saliva fue sangre, tu rabia fue fuerza, tu susto fue curiosidad; si
no lo supiste aprovechar, no temas, que yo daré buena cuenta del
regalo que me has hecho, yo sabré darle utilidad.”
“Putos
autorretratos”, pienso. Aunque ya volveré. Yo siempre vuelvo.
Siempre repaso mis pasos, siempre repienso mis pensamientos, siempre
revivo cuando ya estoy muerto. Por eso cometo los mismo errores una
y otra vez, por eso sigo y sigo obstinado en ser yo quien me fabrique
mi suerte, en ser yo quien cocine mis ideas y quien alimente mis
sueños. Por eso soy como la pescadilla que se muerde la cola; mejor
dicho, soy como la pescadilla que ya se ha comido toda la cola y se
está empezando a comer la cabeza. La única forma que tengo de no
morir de inanición sin acabar conmigo mismo es vomitar palabras
sobre el papel, regurgitar unos cuantos pensamientos para así volver
a atrás y poder empezar a comerme la cabeza hasta que tenga que
volver a vomitar, hasta que se me indigesten mis ideas o hasta que ya
no me quede nada que comer.
Hasta
que ese momento llegue, seguiré pensando que estoy dormido, seguiré
dándome cuenta que no tengo de qué despertar y seguiré buscando
piedras con las que tropezar.
Solo
cinco minutos más mamá, a las primeras horas no hay amor.
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