Tenía una buena vista desde allí. En aquel bar, un poco al fondo en las últimas mesas notoriamente más gastadas por el paso del tiempo, me mantenía oculto de las curiosas miradas de los habituales del bar, mas sin llegar a perder la noción de lo que me rodeaba. Inmerso en mis líneas, alternaba sorbos entre un café ya medio frío que se ahogaba en sus últimas gotas y miradas al ventanal de la entrada del café que, aunque lejos de mi, me acercaba a los transeúntes solitarios que caminaban bajo la lluvia. Esa lluvia... los convertía en simples espectros; ausencias difuminadas bajo el manto de agua que caía implacable sobre las ya pulidas calles y que me permitía ver sin ser visto. Invitaba a la reclusión y al pensamiento como sólo la lluvia puede hacer, y sin embargo no era capaz de bajar la mirada, atraído por ese magnetismo que producen las cosas que carecen de más propósito que el de su existencia. Sólo oía algún que otro ruido de la máquina de café y de algún pocillo vacío posándose sobre un plato color blanco marfil y, de fondo, el ruido de las pequeñas gotas de agua que, luchando contra las aceras en una batalla perdida ya de antemano, se rompían contra la dura superficie inundando mi conciencia.
Mis ojos vieron entonces una discreta figura que se había mantenido quieta desde el principio, pero que mis ojos no habían llegado a ver. Un pequeño perro me miraba desde el otro lado del vidrio, empapado aunque impasible bajo su calado cuerpo.Qué forma tenía de mirarme... No llegaba a ver sus ojos desde la distancia, pero los sentía; los sentía mirándome, observándome, rodeándome casi como si fueran míos.
Ese perro, esos ojos, esa lluvia, esa calle, ese café, ese cristal, ese hombre que me miraba desde el interior con sus extraños ojos negros, esos ojos negros que sin saber por qué me resultaban tan familiares... Derrepente tomé conciencia del frío que hacía y de que estaba empapado. Decidí irme, la mirada de aquel hombre comenzaba a inquietarme.
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